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Agua, yates, lujo, veranito…

24-08-2010 - Publicado por admin

vecinitas-barco.jpg

Mi flamante marido había decidido que era muy romántico alquilar un yate y pasar la luna de miel en un crucero por el Mediterráneo. El patrón del yate era un cuarentón con aspecto de viejo lobo de mar, curtido por el viento y poderosa musculatura.

Desde el día en que embarcamos en el Puerto de Barcelona me llamó la atención la discreción con la que se movía y su habilidad para desaparecer cuando Juan y yo nos poníamos tiernos. Tal era su invisibilidad que, en un par de días, fuimos perdiendo el pudor y empezamos a dejar los bañadores en el camarote cuando salíamos a cubierta a tomar el sol o a darnos un chapuzón. En aquel yate descubrí el placer de tomar el sol desnuda. El viento jugando con mis pezones o los rayos del sol acariciándome el sexo me preparaba para las apasionadas siestas del camarote.

Se pone interesante el relato erótico de hoy… ¿Eh? Pues para rematarlo no te pierdas las fotos de vecinitas subidas a barcos de lujo mientras lo terminas de leer. Lo mas fresco de este verano.

Un día estaba yo en la pasarela que el patrón había extendido a estribor, tumbada boca abajo, la cabeza apoyada en el brazo izquierdo flexionado y la mano derecha jugando con el agua. Olía a sal y el sol me acariciaba el culete desnudo. Entonces, Juan se acercó a mí con una sonrisa. Su dedo corazón se situó estratégicamente en mi sexo de niña. Debo decir que lo llevo totalmente depilado salvo una estrecha línea que cubre mi comisura delantera. El dedo de Juan era una traviesa caricia en mis labios mayores. Me abandoné tras elevar un poco mis caderas y dejar así más espacio a las maniobras de Juan. Introdujo el dedo juguetón en mi sexo ya húmedo y comenzó un repaso por la piel suave y sensible de la cara interna de mis labios. De ahí pasó a rozar los todavía cerrados labios menores. Tras acariciarlos con minuciosidad, de arriba a abajo y de abajo a arriba, los abrió, y su dedo mágico buscó el clítoris. Comenzó a acariciarlo en círculos mientras yo, abandonada mi mano en el agua, y todo mi cuerpo entregado a la intensidad de la caricia, creía morir de placer.

Giré la cabeza sobre mi brazo flexionado con un suspiro y entonces le vi. El patrón estaba en un punto estratégico de la parte más alta de la cubierta. Mirando. No dije nada, sobre todo porque cualquier palabra hubiera parado el movimiento de aquel dedo parcialmente introducido en mi sexo, que me estaba haciendo sentir mil delicias. Volví a girar la cabeza para no ver al patrón. Juan posó su mano izquierda en mi trasero y lo estuvo presionando a placer con sus cinco dedos. Sabía que el patrón miraba y empezó a excitarme ese juego. Juan, ajeno al patrón, seguía acariciando mi clítoris mientras yo movía las caderas en círculos. La delectación era suprema y cuando creía fallecer de gusto, Juan me izó por las caderas. De mala gana apoyé las palmas de las manos en la plataforma y con el sexo dispuesto a las acometidas de la verga poderosa de mi marido. Mientras se penetraba con un vaivén que me encantaba pensaba en el patrón, que podía seguir mirando como esa verga entraba y salía de mi vagina pasando por mi clítoris inhiesto. Aceleré el movimiento de mis caderas y me corrí a chorros con la imagen de aquel hombre silencioso mirando. Cuando ya nos dábamos un baño, miré a cubierta y vi que el hombre, discreto otra vez, había desaparecido.

El patrón del barco que mi marido había alquilado para el viaje de novios tenía orden de evitar los puertos y teníamos que dar vueltas entre las Baleares hasta nueva orden. Llevábamos provisiones suficientes para varios días.

Era el patrón el que se encargaba de cocinar. Cada día y cada noche, el sonido de la campaña nos avisaba que la comida o la cena estaba preparada. Cuando nos sentábamos en la mesa, el patrón había desaparecido.

Un día en el que teníamos muy cerca la costa verde de Ibiza mi marido empezó a jugar con las gruesas cuerdas que había en la popa del barco. Entre bromas y veras me sujetó con ellas los brazos. Tirando de un cabo ideó un ingenioso juego según el cual mis pechos se movían al ritmo que él quería. Me sentía plena con los pezones tirantes por la postura vertical de mis brazos y los senos balanceándose al capricho de Juan. Empezó a mordisquearme los pezones y a pasar la lengua por la parte más suave de la aureola. Apreté los muslos en torno a mi centro porque el juego me estaba provocando un cosquilleo casi insoportable. Mientras Juan me acariciaba los pechos hasta llevarme casi al orgasmo, yo apretaba y distendía los músculos en torno a mi sexo. La autocaricia era placentera. Muy placentera. Entonces, Juan tiró de la cuerda y me elevó, dejando mi sexo hambriento a la altura de su verga, ya empalmada y lista, y abriéndome las piernas totalmente con las manos y adelantando mi pelvis desde atrás, me dio la primera embestida. La sentí entrar por cada recoveco de mi palpitante vagina.

En aquella postura, con los brazos estirados como si fuera un preso medieval colgado de los grilletes, no tenía más opción que mirar como la polla de Juan entraba y salía. Mi sexo era como unos enorme labios abiertos, rosados y gruesos atravesados por un enorme bate de béisbol, enrojecido, inclemente. El clítoris buscaba en su retraimiento interior el contacto con esa polla mágica en cada acometida. La piel más oscura de la cara interna de mi sexo rezumaba los lubricantes de nuestros cuerpos anudados por el erótico abrazo. Yo estaba gozando como una enajenada cuando levanté la mirada y vi al patrón del barco observar discretamente la escena. Juan no podía verle porque estaba de espaldas a él, ocupado en follarme una y otra vez.

Yo imaginé la imagen de las nalgas de Juan contrayéndose y relajándose rítmicamente, mientras que sus huevos se aplastaban contra mis propias nalgas en cada embestida. Imaginé mis tetas moviéndose como flanes, y las piernas abiertas, temblorosas y expectantes. La perspectiva que debía estar teniendo el patrón me excitó aún más. En un esfuerzo, levanté la pierna izquierda hasta rodear la cintura de mi marido, para que el patrón tuviera una visión más amplia de mi sexo cada vez que era penetrado. La postura modificó los puntos que la polla de mi marido tocaba al entrar en mí y el placer fue en aumento.

El patrón del barco se pajeaba mientras mi marido me follaba. En un ejercicio acrobático Juan subió mis piernas, de modo que mis corvas quedaron apoyadas en sus hombros. Las cuerdas me segaban, pero la sensación de sentirme literalmente perforada mientras aquel hombre miraba y se masturbaba, hizo que me corriera a gritos, como una loca, como una gata en celo y sin control. Cuando Juan me desató busqué al hombre con la mirada. De nuevo había desaparecido.

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